La palabra más trillada del léxico político colombiano es, quizá, “reforma”. Hay que “reformar”, hay que darle “otra forma”, “otra apariencia”, etc., etc., etc. El problema no es darle otra apariencia ni hacerle “cirugía plástica” ideológica a la ley, a las instituciones, al discurso, a los uniformes de la Policía y del Ejército, a los logos, a los encabezados del papel membrete, y demás. No. El problema real y práctico que enfrenta una sociedad como la colombiana es de principios, porque los que tenemos como dogmas fundacionales históricos y los que practicamos como supuestas revisiones modernas son un desastre permanente, que generan y reproducen la catástrofe continua que conocemos como Colombia: un país fallido.
¿Cuál es la problemática fundamental de tales principios? Que constituyen un entramado en donde el uso de la violencia es legítimo para lograr fines políticos, públicos y/o privados, que derivan en formas abiertas o encubiertas de discriminación, exclusión, robo, represión, censura de prensa, asesinato, secuestro, terrorismo… y la lista de delitos con justificación “política” sigue. Si se fijan bien, la clave de que a ciertos delitos se les califique como “políticos” o conexos con el “delito político”, es el enorme boquete inocultable que nos deja ver la inmoralidad e insostenibilidad de tales posiciones. La pregunta es: ¿por qué insistimos?, ¿por qué la posición de que hay “delito político” es aceptada como si nada y como precondición para hacer la “paz”? La respuesta es que Colombia es una sociedad organizada en torno a una jerarquía de poder que, como consecuencia, tiene que usar la violencia para mantenerse, es decir, una donde los individuos dispuestos a cometer los peores actos de violencia, individual o colectivamente, son los más admirados, los más premiados, y los que, en últimas, consiguen los puestos más altos en la jerarquía.
Esto tiene muchas consecuencias negativas. La primera, que aquellos que aprecian y valoran el mérito y el ser competentes, se ven arrinconados y excluidos; el resultado, Colombia tiene un Brain Drain, es decir, las personas más preparadas, con más altos niveles educativos y que no están dispuestas a participar de la inmoralidad intrínseca del sistema, emigran a países en donde la sociedad está organizada en torno a jerarquías por competencia, como los Estados Unidos, Australia, el Reino Unido, Nueva Zelanda, Canadá, Alemania, entre otros. La jerarquía de poder es un callejón sin salida evolutivo, es estancado y en el que todo cambio se recibe con sospecha. Se le puede cambiar su apariencia y se llama frecuentemente a treguas, porque toda guerra es desgastante, y por eso, las distintas facciones firman con frecuencia armisticios que se rompen más rápido de lo que le toma a la tinta secarse; son tan numerosos que se pierde la noción de cuántos han sido, y de cuándo y con quién.
Las jerarquías de poder son propias de las mafias y agrupaciones criminales, en donde los individuos más agresivos son los que dominan la organización. Pero, como también se sabe, dichos individuos siempre terminan en la cárcel o en el cementerio, destino del que no son tampoco ajenos los políticos que la practican (o, ¿por qué creen que algunos políticos en Colombia tienen que andar con un séquito de escoltas fuertemente armados y carros blindados?), a veces, ayudados por organizaciones paramilitares como la Primera Línea, las SS, los Camisas Pardas, las AUC, Antifa, y demás. Todos ellos, grupos de choque o fuerza militar con un claro propósito: eliminar el otro, eliminar al opositor.
Las jerarquías de poder atrofian las economías, impiden el desarrollo tecnológico y, sobre todo, necesitan mantener en la pobreza a la mayoría de la población para poder conservar el control sobre la misma. Por eso estas jerarquías nunca podrán superar a las jerarquías por competencia y siempre las verán como enemigos y con envidia, porque el criminal siempre quiere lo que el honrado con plata tiene: paz y tranquilidad, pues no existe nada más frustrante para un delincuente que no poder disfrutar de un helado con sus hijos un domingo, por miedo a que un rival los asesine. El criminal que ocupa un puesto político, cubierto bajo el manto de un “acuerdo de paz” y detrás de uno de esos armisticios que entre ellos nunca van a respetar, tiene que dormir con un ojo abierto, no puede permitir el disenso o la controversia y tiene que callar a toda voz que se atreva a cuestionar la obvia inmoralidad de su ruta de ascenso al poder. Dictadores y terroristas, todos tienen que cuidarse la espalda todo el tiempo, porque nunca saben cuándo una facción rival va a atacar.
Colombia es exactamente lo que acabo de describir, pero hubo quienes hicieron un mejor trabajo antes, como Gabriel García Márquez con su novela Cien años de soledad, en donde, de manera muy hábil, relata el continuo e inmarcesible resentimiento y odio que se tienen entre si las múltiples generaciones de colombianos que luchan por el poder y el monopolio de la violencia; pero él, como buen comunista y amigo de dictadores –como Fidel Castro– que fue, jamás tuvo la capacidad de cuestionarse el error fundamental en su lamento, al igual que millones de colombianos, a quienes nunca les han explicado el origen de la violencia en Colombia y sus consecuencias, o que sabiéndolo, deciden participar del sistema que la reproduce. Por eso el sistema es irreformable. Por eso hay que cambiar de sistema y no de líder de la banda delincuencial, quienes terminan convenciéndose de su propia mentira y se creen mejor que el resto, con derecho a administrar nuestro dinero y con derecho a decidir sobre todo asunto moral o económico.
¿Somos los Colombianos violentos por naturaleza?, es decir, ¿está en nuestros genes y es algo con lo que no podemos negociar? La verdad, no creo. Todos los seres humanos tenemos el mismo potencial de ser violentos y agresivos, peligrosos y destructivos. La diferencia es que hay sociedades que lo han reconocido y enfrentado por diversos medios, uno de ellos, la tradición religiosa, y han tomado las dos medidas más efectivas para controlarlo: limitar el Gobierno y adoptar sistemas de producción legal que sean expresión de la moralidad desde la base, es decir, Ley Común y democracia directa, primero, claro está, en el nivel local.
Estas últimas, plenamente rechazadas en la práctica por el secularismo extremo que imponen la Revolución Francesa y el marxismo, que con la idea bastante estúpida de que todo lo que sale del ente legislador es ley –fundamentalmente, lo que se conoce como derecho positivo, la base legal de la Alemania Nazi, por citar un ejemplo–, simplemente ignoran los hechos, y por eso tenemos los problemas que tenemos en nuestro país: porque obedecemos ambos errores conceptuales como dogma sin cuestionamiento, sin tener en cuenta las consecuencias y la evidencia empírica para cualquier análisis. El que se sube al tigre de la jerarquía por violencia, no se puede bajar de este.
Si a los estadounidenses o canadienses se les impusiera el mismo sistema errado de principios, se convertirían en sociedades violentas en un abrir y cerrar de ojos. Eso lo vemos en organizaciones como Antifa, cuerpo fructífero de un micelio tóxico derivado del marxismo, llamado posmodernismo (venido de Francia, ¡que sorpresa!), igual que las guerrillas.
Este artículo apareció por primera vez en El Bastion
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